viernes, 14 de junio de 2019

Arrojar la toga en son de protesta.

Pocas son las historias que valen la pena contar. La del jurista Alberto Vázquez del Mercado, sin duda, es una de ellas. 

Formó parte del selecto grupo conocido como los «Siete Sabios de México». Gozaba de una reputación como jurista, en el que se destacó en algunos cargos públicos, pero adquirió gran autoridad intelectual y moral, tres años después de que fue nombrado ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Imaginen. Eran los años treinta, el país poco a poco se levantaba de los estragos que trajo la guerra civil. Llegaron cambios importantes derivados de la promulgación de Constitución del 17. Se busca construir al país a través de Instituciones, con la finalidad de resolver problemas más importantes, entre ellos, el tema agrario con respecto al reparto de la tierra. 

Una de las personas que alzaron la voz para denunciar las malas decisiones que se realizaban sobre el conflicto agrario por parte del Poder Ejecutivo, fue el abogado Luis Cabrera, conocido defensor del sector campesino y abierto opositor de las políticas del entonces presidente Pascual Ortiz Rubio.

La abierta disidencia de Luis Cabrera, hacia el Ejecutivo, ocasionó que el presidente ordenara en el año de 1931, su aprehensión con fines de expulsión del país, lo que llevó a Cabrera a promover diversos juicios de amparo contra tales actos.

Eventualmente, se concedió la suspensión a favor de Cabrera. No obstante, sin justificación alguna, el presidente incumplió las medida cautelar, y detuvo y exilió al abogado.

Ante este acto de desprecio al principio de división de poderes, en un hecho sin precedentes, Vázquez del Mercado, presentó el 12 de mayo de 1931, su renuncia al cargo de ministro de la Suprema Corte. 

¿Quién hace eso? Su renuncia, no se debió a presiones ni mucho menos a un escándalo de corrupción. Vázquez del Mercado, fue claro al señalar que lo que había hecho el presidente, nulificaba y desaparecía de facto al Poder Judicial, algo que él no podía tolerar, pues en sus propias palabras señaló que «...está en riesgo la importante y trascendental función como lo es la de amparar y proteger a los individuos contra el abuso del poder».

La rebeldía digna de Vázquez del Mercado, obligó a Luis Cabrera, ya exiliado en Guatemala, a expresarle lo siguiente:

«Su renuncia tiene móviles más altos y más nobles. Es la emancipación espiritual, la liberación moral de un hombre que no puede seguir viviendo en un medio asfixiante y que prefiere la silenciosa modestia de la vida privada a la costosa responsabilidad de una magistratura en que no puede cumplir con la misión que se le había encomendado.
La situación de la Suprema Corte había llegado a ser insostenible e ilógica. De las tres clases de injusticias que se supone llamada a remediar; los actos administrativos, las decisiones judiciales y los atropellos personales, la Suprema Corte, con su jurisprudencia de sobreseimientos, había cerrado la puerta despiadadamente a las víctimas de las dos primeras.
Desde el principio del nuevo funcionamiento, la Corte rehusó francamente asumir su papel de Poder Supremo, que la habrá fortalecido y engrandecido en esta época de desintegración, política y de desorientación judicial haciendo de ella el único poder homogéneo y efectivo Por prudencia o por apatía, la Corte prefirió cerrar los oídos a las ilegalidades administrativas y judiciales.
Quedaba como única válvula el amparo contra las brutalidades del cuartel, de la comisaría o del caciquismo, pero precisamente este era el terreno más peligroso para el prestigio y para la autoridad de la Suprema Corte.
Las autoridades militares y políticas de provincia, remotas, sonreían a cada suspensión a distancia con mueca de burla. Las del Distrito Federal y las de los lugares donde reside el Juez de Distrito obedecían o no, casi siempre no, pero en todo caso resentían el mandato como una intromisión impertinente. La justicia federal iba poco a poco asfixiándose en una atmósfera de desprecio y de resentimiento, al mismo tiempo que perdía prestigio conforme se evidenciaba su impotencia.
Los casos de desobedecimiento han debido seguir acumulándose, y con ellos ha debido crecer el resentimiento de las autoridades arbitrarias contra la Justicia Federal, al mismo tiempo que menguaba la autoridad de la Suprema Corte, que en vez de imponerse resueltamente y hacer sentir su dignidad de Poder Supremo, ha llegado al último peldaño de la prudencia: eludir las dificultades echando sobre los inermes Jueces del Distrito la responsabilidad de hacer respetar sus órdenes; es decir, de hacer lo que ella misma, la Corte, no tiene el valor ni la fuerza para exigir.
En estas condiciones no quedan más que dos soluciones: o arrojar la toga en son de protesta, o seguir consintiendo que la brutalidad siga pisoteando la majestad de la Justicia Federal, camino por el cual se ha llegado hasta inventar una teoría jurídica, hija de la jurisprudencia del sobreseimiento que justifique y aún ensalce la desobediencia a los mandatos de la justicia.
Esta teoría no está por venir, se apunta ya, y se llamará, o la llamo yo, la teoría de las suspensiones voluntarias; suspensiones que las autoridades atropellantes puedan obedecer o no, según les parezca, si a juicio está “interesado el orden público” en que no se suspenda el acto Es decir, que en vez de ser un Juez el que conceda o no la suspensión juzgando si está interesada o no la sociedad en que se ejecute el acto, sería la autoridad atropellante la que decidiría si es de obedecerse o no determinada suspensión.
Este sistema, por demás cómodo, es el único remedio que los magistrados prudentes perciben para evitar la pugna entre el poder judicial y el ejecutivo.
La Justicia federal está ya bastante maltrecha. Cuando no odiada y antagonizada por la brutalidad de cuartel, despreciada a causa de su impotencia y no pocas veces, en provincia, atada al carro del atropello con los lazos del halago o con las cadenas de la amenaza Sus órdenes, las únicas órdenes que según la jurisprudencia del sobreseimiento cree la Corte que pueden dictarse, no se obedecen ¿Qué debo hacer? Seguir prudenciando: ¿Hasta cuándo? ¿Hay indicios de que las cosas mejoren? ¿Ceder? ¿Consentir la desobediencia? ¿Justificarla si es necesario?
No era pues el ingeniero Ortiz Rubio a quien incumbía dar a usted lecciones sobre sus deberes; porque ni como Presidente de la República tiene superioridad jerárquica sobre la Suprema Corte de Justicia, ni como hombre tiene rango más alto, ni está usted obligado a concederle autoridad para inmiscuirse en problemas de su propia conciencia para la interpretación de su deber ¡El deber! He aprendido tanto en estos últimos días sobre la connotación de la palabra ¡deber!
Todos los empleados, policías y aún funcionarios que han contribuido a mi destierro, se disculpan conmigo diciendo que sentían mucho el atropello de que me hacían víctima, pero que tenían que cumplir con su deber ¿Cuál deber? ¿El de acatar la ley, o el de obedecer un mandato jerárquico de un superior arbitrario? Y eso mismo me dijeron desde el Jefe de la Policía que me aprehendió hasta el pobre empleado de migración que me acompañaba como Caronte al cruzar la laguna estigia del destierro...»
Las palabras que dice Cabrera en su carta, estoy seguro que más de un abogado se ha identificado. ¿Cuántos hemos sentido esa impotencia de que no se cumple la suspensión que se ha otorgado? Y ahí estamos batallando con el juez para que nos crea, aun cuando algunos actos sean difíciles de probar. 

¿Cuántos hemos sentido esa especie de burla de la autoridad de no tener consecuencias por retrasar el cumplimiento de la suspensión? ¿Cuántos no han probado ese sabor amargo del sobreseimiento pese a ser evidente la arbitrariedad? 

Por ello, como lo señale al inicio de este post, la historia del jurista Vázquez del Mercado, son de las que vale la pena contar, pues nos recuerda que los que trabajamos principalmente para evitar abusos del poder público, debemos decir decir NO y actuar en consecuencia, ejerciendo las acciones legales en favor de nuestros representados. 

Por lo que respecta a los jueces, a ellos también les toca decir NO a la autoridad, buscando en todo momento que sus resoluciones sean acatadas y obedecidas, pues no hay mejor forma de mostrar respeto a su independencia.

Agradezco la lectura y me encuentras en Twitter como @abogadotellez.

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